jueves, 6 de marzo de 2014

A Leopoldo María Panero



No tengo una imagen precisa de la primera vez que vi a Leopoldo. Le recuerdo de siempre, por las calles de mi barrio, caminando con su paso cansino y arrastrado, y bajandose de taxis en la zona del Obelisco. No le conocía y no sabía quién era, pero me llamaba la atención que una persona con esas pintas desaliñadas y desgastadas usara tan a menudo taxi. Más tarde supe que esos táxis eran para él ángeles con ruedas, que lo llevaban de su infierno particular a su refugio de calles, bancos, cafeterías y amigos.

Lo que sí recuerdo bien fue cuando Leopoldo y yo tuvimos nuestro primer contacto, hace ya una década. Yo debía llevar 10 kilos menos que ahora, y él 10 kilos más que en sus últimos años. Andaba despistada pidiendo algo en la barra del bar de Magisterio y Humanidades cuando de pronto sentí un dedo caliente y áspero empujando mi hombro, a mi costado. Me giré y vi una cara transformada por la carcajada, esa carcajada que tantos años seguí escuchando y que pretendiendo ser maléfica no podía estar más cargada de ternura y melancolía. Poco después de ese encuentro casual, comenzaron los días de Esdrújulo, y ese señor peculiar que hacía su siesta en los bancos de los parques de Arenales, se convirtió en un amigo muy especial.

Fueron muchos los años, las tardes, las horas, que compartimos en ese pequeño refugio del mundo lleno de personajes insospechados llamado Esdrújulo. Fueron muchos los momentos y las anécdotas que nuestro querido Pane nos regaló. 

Elsa y yo, en la inocencia de quien comienza a asomarse al mundo, no pudimos ver en Pane más que al hombre sensible, bromista, pícaro y tierno que teníamos delante. Su compañía diaria, sus costumbres, su modo de convertir lo banal en chiste, no nos dejaban ver al poeta más importante de España de su generación, pero nos permitía tratarlo con ternura, cuidarlo y ponerle el límite a tiempo para que no se pasara de la raya con sus bromas y su naturalidad.

La cantidad de personas que entraban en Esdrújulo preguntando por Panero, lo solicitado que estaba muchas de las tardes con jóvenes y no tan jóvenes poetas que precisaban de su valoración y aprecio, nos hacía ver también al Panero poeta, al Panero hijo de su padre y hermano de sus hermanos, al Panero genio y al Panero olvidado persona por su propio nombre y por su propia historia.

Son tantas y tantas las anécdotas que vivimos con Pane, tantos los momentos compartidos, las épocas diferentes (las de la leche, las de la tónica, las del aguamineral sanantónypunto, las de Félix Caballero, las de Pilar Corcuera, las de Marina y Fran, las de Adrián El Niño, las de Bumbury, las de Tanina…), que ahora solo deseo mantenerlas vivas para siempre, y que no caigan al olvido por el desuso.

Adolfo era el amo, Elsa: Yelsina, una mosquita y yo Pietrina, era una hormiga. El padre de Elsa era Guardia Civil. También había una gata mala. Ese era el mundo que Panero inventó para nosotros. Y nosotros jugamos en él y nos deleitamos de su genialidad disfrazada de locura.

Y en los periódicos dicen que murió el Poeta Leopoldo María Panero. Pero murió también Pane, el amigo, y ese es el que no me quito de la cabeza porque no se cómo pasó sus últimos días y si hubo alguien a su lado que lo acompañara en la muerte que tantas veces nombró en su poesía, desde aquella vez que con cinco años recitó: “mi corazón temblaba y no era un sueño/ fueron muriendo todos los soldados de la guardia del rey/ y mi corazón seguía temblando”.